TEJER LA CASA
CENTRO CULTURAL DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE CÓRDOBA
III Bienal Córdoba Ciudad Diseño
Noviembre 2022
Es una nueva serie de esculturas tejidas donde me propongo indagar y desarrollar el concepto de un espacio para ser habitado. Recintos. Cuevas. Aleros de protección y cobijo. Casas portátiles realizadas en una sola pieza. Plegables o enrollables como bichitos del campo.
Prefiero no definirlas porque podrían ser caracoles, mulitas u organismos unicelulares. Casas semilla que nacen de la tierra y son parte de ella. Viviendas de emergencia. Tejidas con las manos, tejidas sin utensilios. Hogares que podemos tejer sobre nuestras rodillas en caso de necesitar refugio o paz. Espacios que conservan el olor, el color y la suavidad de las hojas enceradas del caranday.
¿Qué ponen en tensión la intimidad y transparencia de esas pieles que nos envuelven?
¿Hacia dónde nos transportan?
La fibra nos observa y observamos a través de ella.
La luz nos llega como fina lluvia.
Un paisaje tejido en palma caranday compuesto por varias piezas evoca el relieve de los cerros que rodean el Valle de Copacabana. Su topografía y accidentes.
Busco analogías con la naturaleza. Formas de crecimiento, de composición y desarrollo. En la naturaleza encuentro desafíos sin necesidad de recurrir a otros materiales o dispositivos. La mano, la fibra y el punto son los únicos elementos con los que me interesa trabajar. Investigar las tensiones, resistencias y las posibilidades de sostén. Lo sustentable en el tiempo y el espacio. Lo que nos sostiene en la vida.
En esta sala, dos casas:
Una casa-membrana, permeable al agua y a la luz, semejante a la piel que nos cobija y cuya espacialidad no se limita a dividir interior de exterior sino que está construída por una trama en la que los vacíos intercambian de modo permanente el vaivén de las estaciones, los días y los calendarios solares. Una superficie expandida hacia el paisaje, que se rehúsa a suturar los umbrales y se mantiene envestida y atravesada por su propio territorio.
Una casa-dialecto, hecha del alfabeto del polvo que a modo de fasma logra pronunciar en voz bajísima las eras geológicas, casi en un hálito. Lengua agrietada en la sedimentación, la impureza, el barro y el fuego.
En esta sala, dos ópticas:
Un trasluz cercano a las copas de los árboles en donde el pájaro guía las horas y la clarividencia no es posible, sólo una penumbra. Y una región del barro que busca unir el tiempo de aquí, de estas excavaciones, de este exacto punto de todo los espacios posibles en el universo, en un tiempo único y elongado en el que podamos habitarnos.
Una veladura que impide fijar la mirada, un montículo que se precipita en su dimensión de contenido y continente, y la insistencia en proyectar un hábitat que pueda ser hecho por las propias manos. ¿Qué futuro imagina una artista que teje una casa?
Contra todo relato apocalíptico, Claudia Santanera no propone encerrar a sus criaturas en refugios de protección ante la catástrofe, sino que prefigura sujetos a cielo abierto, caminantes del monte, una sociedad sustentable, minúscula y no destructiva. Insiste ahí, y recupera en el tejido la práctica colectiva como una reflexión sobre el territorio; una suerte de dramaturgia mineral en la que el hogar, es una instancia más de recolección y archivo del polvo, del tiempo y de la luz.
Santanera construye una arquitectura hecha de contornos (el horizonte es un contorno circular) a la vez que sin orillas, que da cuenta de los cambios y yuxtaposiciones de su inscripción geográfica. Construye cavernas en las que se refleja el mundo (el mundo y sus perturbaciones) y que no se resisten al paso del tiempo, que no eluden su destino de ruina y cuya materialidad las devuelve al paisaje rápidamente, en el ciclo vital de la vida singular.
Hace más de una década, mi madre clavó en la pared del patio de su casa, (aquí cerca, a media cuadra de este centro cultural) un pequeño canasto de mimbre para que los pájaros que a veces visitaban la casa lo utilizaran como nido. Nunca fue habitado y aún permanece en el mismo sitio, en suspensión, años después de su muerte.
El tiempo afectivo (y el tiempo de la obra), se prolonga y habita esas sedimentaciones -acumulaciones de polvo transformado en resto casi impalpable- de las que brota a trasluz, en estos mapas subterráneos del tiempo común.
Del canasto, al nido, al polvo, y vuelta en todas las direcciones de nuestros vectores que espejan las migraciones, las ausencias y los deseos.
Indira Montoya – Octubre 2022